A Ambipur fragancia de rosas. A
eso huele esa casa.
Entro y las cortinas están
echadas, el comedor a contraluz, y la mesa llena. ¡Oh, vaya! Quien haya leído
la fábrica de chocolate (o visto la película de Tim Burton, muy posterior a
éste relato) se imaginará esas salas llenas de caramelos, dulces,… festín de
los sentidos vaya. No exagero si digo que aquello era una fiesta.
No pensemos mal. Yo en casa, como
cualquier crio de 11-12 años, merendaba bien. Un bocadillo de algo más pan que
mortadela, chorizo las mas tardes, nocilla los sábados, foie-grás los viernes,
con algún crusancico los domingos por añadidura, consumían una tercera parte de
mi alimentación diaria.
Pero aquello era el no-va-mas:
una mesita de comedor con bandejas encima de minicrusanes rellenos de
chocolate, crema o esa sobrasada que exuda y tiñe de aceite naranja el papel
que los sustenta. Tarta de manzana, con su hojaldre crujiente. Pastitas
variadas a granel con su envoltorio trasparente, ofreciendo deleite a la vista
de lo que hay en el interior: rulos de chocolate con blanca crema, bizcochos borrachos
o las insignes conchas CODAN, la perfecta concha CODAN. Hay también donettes de
chocolate. Y todo regado con un buen zumo brick de piña. Aparece de la nada
también, en la cocina, una tarta bizcocho casera, dulces restos del día
anterior, creo.
Entonces las meriendas cobraron
un nuevo sentido para mí. ¿Iba a seguir siendo siempre así? ¿Moriría de
colesterol si comenzaba a ir regularmente a esa casa?¿Bajaría rodando como
Sonic las escaleras, cogiendo el tirabuzón con monedas de camino, hasta mi casa?
Me iba a arriesgar.
Con la barriga llena y el ombligo
hacia afuera, después del banquete te ibas a estudiar, o a jugar al heroquest,
o a tontear con aquel invento nuevo para mí llamado Interné, mientras de fondo
seguramente sonara algo del Versión 2.0, Gran Turismo o del No Need to Argue. Serían
ya para siempre álbumes con aroma a chocolate y rosas.
Christian
Oh la merienda
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